Literaturgia

Todo ser humano tiene en su interior, en su alma / un sonido bajito, su nota / que es la singularidad de su ser, su esencia / Si el sonido de sus actos / no coincide con esa nota / esa persona no puede ser feliz - SOFIA PROKOFFIEVA

viernes, 22 de mayo de 2009

El porqué de las sumas inversas


Calor más pileta de amigo, templado. Frío más toallones, templado; todo tendía a inclinarse hacia la sensación promedio, como en ese momento el Gancia con hielo deliciosamente preparado por el dueño de la casa y de la pileta: Martín. Era un viernes denso y húmedo, como la mayoría de los días de verano en Buenos Aires, y mi cálido amigo se prestó a que le usurpemos su casa con sus juguetitos electrónicos último modelo. Ya estábamos grandes como para usarle los jueguitos de computadora, pero no lo suficientemente grandes como para usarle la bodeguita del padre o las tantas cajas de champán que escondían celosamente en las profundidades de la mansión. Nunca seríamos tan grandes.

Éramos, en total, tres sátrapas: Martín, Sergio y yo. Los tres sentados al borde de la pileta, retardando la felicidad aniñada de mojarnos y ahogarnos como tontos. Mientras Sergio buscaba los puchos, Martín hablaba de su trabajo y de cómo se acercaban sus vacaciones, tan rápido pero desde tan lejos. Yo los miraba a los dos, extasiado de pasar un viernes tan bien acompañado, tanto humana como contextualmente. Me sentía un camarógrafo de lo más poderoso, y era casi como si la decisión de prestar importancia a alguno más que a otro recayera sobre mis hombros; de pronto el protagonista era Martín, claramente, contándome de su inminente rajada hacia Londres para domesticar tan popular idioma pero, y era un cambio de enfoque brusco, oh, allí está Sergio, mírenlo, buscando sus puchos como un desesperado, justificando toda mi teoría sobre la inferioridad humana por sobre todas las cosas. Se agacha, se pone en cuatro patas, revisa el suelo debajo de la mesa, nada. Vuelve a agarrar su bolso (-ya los buscaste ahí, che- le grité para hacerlo enojar), me mira y se ríe irónicamente, revuelve, revuelve, y entonces era Londres otra vez y todo su turismo, toda su potencialidad, toda su hermosura que podía bien traducirse en volver y lucirse con amigos que jamás irían allí; como vestir una nueva remera o poseer un flamante e inútil título expedido por una universidad de tres o, con suerte, cuatro nombres.
-La vas a pasar bien en Londres, actor secundario- repuse. Se me quedó mirando.

La pileta estaba bien cómoda, tibiecita; era climatizada y tal vez por eso la contradicción, la dulce ironía. Nos preparamos unos tragos con licor de melón y nos dejamos llevar por la corriente de la luna, que brillaba tanto; Martín nos explicaba por décima vez que la pileta podría estar diez veces más caliente si quisiera, y yo y Sergio nos mirábamos, entre perdidos y tentados de risa porque nadábamos como perritos y nos imaginábamos conjuntamente (sin saberlo) que si la pileta nos llegaba a mostrar su máxima temperatura estaríamos fritos. Perros fritos, espero que no haya ningún oriental dando vueltas por la casa. Yo escrutaba los rincones de la pileta con un puntillismo mordaz, y ahora mis dos actores eran los que me miraban, aburridos y tratando de entender qué tipo de juego les proponía el director. Yo sólo buscaba una araña gigante que había encontrado en uno de los rincones la primera vez que vine a la pileta de Martín, pero claro, la habíamos matado. Tal vez encuentre a alguno de sus hijitos vengativos, poco importaba, los tragos iban pasando por las tres gargantas despacito, quemando cada vez menos.

Eran las dos de la mañana y nos encontrábamos fuera de la pileta, tomando del pico un champán tan burbujeante que nos hacía parlotear histéricos. Sergio fumaba obsesivamente y, ahora que lo pienso, todos lo hacíamos. A pesar de nuestros veinte años bien puestos, yo sabía que los padres de Martín lo acogotarían con tan sólo enterarse, y se lo dije, soltando una pitada canchera. -Se fueron de viaje, no vuelven hasta mañan...cof, cof...mañana- respondió, peleando palmo a palmo con el cilindro humeante. La noche se consumía al unísono con los cilindros que provocaban un violento catarro en Martín (yo había vuelto a la pileta) y que provocaban un violento placer en Sergio, que entre pitada y pitada sorbía el elíxir espumante, riendo sonoramente y mandando mensajitos de texto sin parar, explicándonos, no sin entusiasmo, que si fumás y tomás inmediatamente después, “quema más”. Yo también estaba pendiente de mi celular, que había puesto sobre la mesa, a unos cinco metros de donde me encontraba, pero el agua me fue vaciando de intención sin previo aviso. Él no decía nada, sólo actuaba, a pesar de mis repetidas réplicas internas de por qué me chupaba a mí a esa hora. Poco a poco fui apagando la cámara cinematográfica, los recuerdos arácnidos, la borrachera entre amigos; me senté en un flotador verde con forma de rosca gigante, y esperé. Yo y mi espera, amigos por siempre, más que con estos dos guanacos. El flotador viraba y se detenía, todas órdenes que le acataba sin chistar a la pileta, conductora voraz, y yo no tenía ni voz ni voto en semejante naufragio patafísico. Sólo una risita tonta, denunciada de inmediato por mis compatriotas que se burlaban. Yo observaba desinteresado cómo sus ojos se achicaban y tiraban humo y eructos, riéndose, inflados y extasiados. La rosca verde comenzó a alejarse de ellos, como si telepáticamente me hubiese concedido tan sólo un deseo.

Por unos minutos me enojé, no sabía bien porqué. Ellos me instaban a que volviese a la orilla, que habían encontrado un tequila mexicano, que la noche seguiría festiva y cálida por siempre. La noticia me calmó y me devolvió a la experiencia amistosa de sedarnos un poquito este viernes sin planes ni rutas. Intenté salir pero mi torso se congeló instantáneamente, por lo que decidí sumergirme y pedirles que trajeran las cosas al borde de la pileta para que yo tomara desde adentro. Ya eran las cuatro y media de la mañana y la casa seguía siendo nuestra, así como las botellas, las mesas, el verde jardín y las transparentes aguas de este acuario gigante. Yo sacudía los pies intermitentemente bajo el agua, contemplando mis caprichos centrífugos y centrípetos, alternadamente, mientras el tequila nos sacudía las cabezas; el alcohol y el agua se me presentaban como hielo y lava, frío y caliente, templado otra vez. Estaba muy liviano flotando en mi rosca verde, casi como si perteneciese a perdurar allí hasta arrugarme como marrano. La pileta y el cielo eran dos cosas bien distintas: Martín había apagado todas las luces de la casa e incluso las del fondo de la pileta, por lo que sólo se veían las estrellas y la gorda luna, como si todas fuesen de mil millones de voltios. Sergio volvió a su celular y los mensajes de texto, seguramente con su novia, y Martín estaba adentro del quincho cambiando de radio, ambientando un poco la caída de la noche y el comienzo de una apertura áurea y anaranjada, mientras yo no podía despegarme del anatema que era ese pozo líquido y la epifanía susurrada por las pequeñas lamparitas que sobrevolaban juguetonas el planeta.

Planeta, planeta Tierra, redondo, redondeado. Cabezas, cigarros, tequila. Excitación de saberse dentro del útero terrestre, y el viento. El viento es alto muy muy alto y me vuela los pelos, la frente, la cabeza. Me la rompe; malla fría, cuerpo frío. Amigos humeantes, ruidosos, terribles. No puedo pensar claramente pero hoy, ahora, amo. En el pecho tengo un amar que es indiscriminado, que es totalizador, mas no absoluto; su alcance es relativo, así como la distancia entre rincón y rincón de la pileta. El amor es uno, es todos, no es nadie, pero existe. Existe para ninguno, el amor no le llega a nadie pero la esperanza de alcanzarlo alguna vez nos abriga a todos como mil millones de lamparitas estelares adentro del pecho.

Amaneció repentinamente, y el cambio de color del cielo me contrajo el cuerpo. Los pensamientos concatenados, las patáforas, todo había sido un gran viaje. Ya era hora de salir. El cielo ya era azul, y me dieron ganas de llorar. Por suerte Martín y Sergio me atajaron a tiempo y nos fuimos a jugar un triangular a la mesa de ping-pong que tenía en su altillo.

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