Literaturgia

Todo ser humano tiene en su interior, en su alma / un sonido bajito, su nota / que es la singularidad de su ser, su esencia / Si el sonido de sus actos / no coincide con esa nota / esa persona no puede ser feliz - SOFIA PROKOFFIEVA

lunes, 25 de mayo de 2009

Los Esperadores

Es curioso cuando alguien se suicida. Todo es tan musical. Primero, unos violines de lo más respetuosos: entran como pidiendo permiso, pasito a pasito, esperamos no molestar, cuerda a cuerda, susurro a susurro gradualmente mayor. Luego, alcanzada una altura pertinente, los violines sangran. Es muy triste, pero deben hacerlo, para eso están. Y el tipo también estaba para eso, hamacándose en el marco de su ventana en calzoncillos. Yo salía del supermercado pero daba igual porque las bolsas cayeron y se rompió casi todo lo que era útil en ellas. Yo, por otra parte, no me rompí; estaba macizo como un enorme roble, acomodando mis anteojos para ver mejor, mientras el suelo parecía fundirme los pies. El tipo en calzoncillos saludaba a su audiencia con una enorme sonrisa, cual fenómeno de circo a segundos de realizar su acto mayor. pensé, mientras le devolvía una pequeña risita como de compromiso, el tiempo-rating hoy nos aqueja a todos, y él tiene que hacer lo suyo, tiene que agradecer y ensalzar la atención circundante. No es en absoluto fácil llamar la atención de esta forma, con este éxito, hoy, ahora, ya: los violines ya se habían destrozado, qué pena.

El tipo seguía allí, balanceándose sobre el marco, sobre su hilito áureo de existencia. Pasó poco más de veinte minutos, pero la gente no se iba. No tenían mejor cosa que hacer que acompañarlo, o tan sólo burlarse de aquél que se rendía y se tiraba de su pequeño y gastado salvavidas individual, fumando y hablando y riendo, afirmándose mejor en sus propios salvavidas, confiados en que no les ocurrirá lo mismo y todo esto mientras los violines volvían a mis oídos, vengativos y reforzados, y yo me aburría a más no poder. No repuse otra vez en las bolsas; no había comprado nada que se asemejara a una persona a punto de tirarse de tan alto. El panorama era grueso, amplio, mas me resultaba nauseabundo de explicar. Sí, las gordas sentadas en reposeras, chusmeando; requetesí, los señores de traje parados, chusmeando; por supuesto que sí, los niños correteaban haciendo ochos infinitos alrededor de los (verdaderos) robles de la cuadra, jugando (y chusmeando: se los podía oír si uno se acercaba lo suficiente a ellos). Y todo se desenvolvía con plena lógica humana: esperar al desdichado, vamos hijo, sin miedo que te atrapamos, y si no lo hacemos, qué pedazo de show, ¿eh?, le voy a contar a todos, vas a ver. No, no vas a ver nada, pero no te preocupés, no te preocupés por nada que seguro tuviste lo tuyo. De seguro tuviste una vida trágica, horrenda; imposible de sostener habrá sido, ni me lo digas, sí, lo imagino pero no, no podés hacerlo, vamos hijo, qué pudo haber pasado tan malo como para dejar esta hermosa vida, tan sólo respirá un poquito, yo sé de esto, mirá, yo he vivido de todo y acá estoy, vivito y coleando, aunque, ya no bailo como antes, aunque... y todo era así: incoherencias desperdigadas alrededor de aquél enorme cuadrado que sostenía el torso de un pobre animal, el único entendido de la cuadra. Me acerqué a la muchedumbre hambrienta para interactuar un poquito; estaban coléricos, escupían cuando hablaban, babeaban y alentaban al muchacho a que lo haga, a que no lo haga, a que se decida de una buena vez, y la bestialidad humana en situaciones extremas no cesaba: todos gritando de todo, y hasta la redundancia había perdido su vital valor. -Cuarenta minutos, a poco éste está esperando que nos vayamos todos a lo nuestro para hacer lo suyo, qué egoísta- vomitó una educadísima señora, postrada en su reposera y cebando mates lavados.

Yo sentía una melodía molesta en mis oídos tapando a todos los demás sentidos ya que al tipo en la ventana lo dejé de ver, la señora lava-mates, afortunadamente, se esfumó, y tampoco podía oler toda la porquería que a pesar de limpiarme quedó enchastrada en mis zapatos, vestigios de compras arruinadas por una pizca de adrenalina. Era consciente de todas aquellas cosas pero no podía sentirlas; en cambio, sí sentía una nítida orquesta colonizando mi territorio norte. Eran varios instrumentos, la cosa había evolucionado, sí que sí, y era muy hermoso ver cómo se rompían, cómo se rompían. Era una verdadera orquesta fatal, carente de estética y autodestructiva como pocas. Al principio, busqué con mis restituidos ojos algún balcón o ventana que pudiesen ser culpables de semejante desarmonía. Nada por aquí, nada por allá. Indudablemente, no podía salir de ningún otro lado que no fuera de mi cabeza, tal vez para musicalizar esta patética obrita que armaron los muchachos y muchachas del barrio. Estás gracioso hoy, sí, fijate, no harían bombos y platillos al respecto, no, te agarrarían de los hombros y, mirándote fijo, te dirían sucintamente: primer acto, vida trágica del personaje principal; segundo acto, decisión del suicidio inminente, acompañado por una comparsa humana haciendo de público, de testigos gregarios frente al acto propulsor; tercer acto, paf. La viejita de los mates cambió la yerba, al fin.

El nuevo mate había dado un par de vueltas largas y creaba una cálida comunión entre los esperadores. Así nos auto-bauticé, “Los Esperadores”, ya que eso era todo lo que hacíamos. Algunos se rieron bastante al oírlo, y decidieron adoptar el nombre en las conversaciones aledañas a nuestro grupo. Estábamos en cuatro o cinco ronditas tomando mates con bizcochitos y se oía alguna que otra guitarra aunque mi cabeza tuviese musicalizador automático. Ya había pasado hora y media y el personaje principal seguía hamacándose enérgicamente, mirándonos a todos. Y a pesar de que todos estábamos disfrutando este imprevisto recreo a mitad de la semana laboral, algunos ansiosos comenzaron a disgustarse y a bramar cansados. Cada vez que alguien manifestaba audiblemente su disgusto contra la tardía arrojada, el tipo en calzoncillos giraba su cabeza con fuerza y apuntaba hacia él con sus graciosos ojos, inerte. Parecía poseído, al menos eso pensaba yo mientras trataba de concentrarme en mi música interior que para estos momentos contenía a unos violines que ascendían y ascendían sin sentido, sin siquiera percatarse en sus instrumentos vecinos, y lo hacían en forma de espiral; casi podía verse cómo giraban huracanados los violines, el piano, los contrabajos y otros instrumentos refinados, dándome vueltas en la cabeza, distrayéndome de la actuación principal.

En un momento me pareció que la señora cebadora de mates me dijo algo o me alcanzó un mate, no me acuerdo. Todo el mundo se calló violentamente tal y como si los hubiesen retado por semejante bochinche, mas la musicalidad en mi cráneo aumentaba y crecía, insolente, y podía entenderla aún mejor. Todos los instrumentos habían logrado una forzada y obscura armonía: ellos llegaban a un punto equilibrado en donde todos los ruidosos sonidos se acoplaban y acompasaban alcanzando un sentido, resultado de una lustración azarosa. Duraba unos escasos segundos que, por otra parte, eran suficientes para mí, para aquella expectativa y para la fugaz aparición existencial de el tipo en calzoncillos, que nos miraba desde arriba, juzgándonos.

La orquesta se apagó del todo y sólo quedó un ritmo regular, como el golpeteo crónico de un martillo inmortal, como un piano siendo castigado con un bastón a intervalos equivalentes, una y otra vez; y el tipo en calzoncillos se paró sobre el marco de la ventana y se quedó allí unos minutos, hamacándose peligrosamente de pie, amagando con arrojarse para finalmente matarnos a todos.

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